lunes, 22 de diciembre de 2014

Navidad hacia 1860 según Caras y Caretas

En su edición del 23 de diciembre de 1916, la revista Caras y Caretas evoca las navidades en el Buenos Aires de 1860

La asombrosa transformación de Buenos Aires, durante el último medio siglo, que ha realizado el portento do convertir la «gran aldea» en una populosa y modernísima urbe, trajo un acentuado cambio en la manera de celebrar aquí la tradicional fiesta de la Pascua.
Muchas prácticas estiladas hace cincuenta años han totalmente desaparecido con el progreso, y otras se conservan apenas, debiendo ir a buscarlas en algún lejano rincón de provincias para encontrarlas en su primitiva pureza.
Puede asegurarse que la Navidad, para las dos o tres generaciones anteriores a la nuestra, conservaba aún bastante del antiguo sabor colonial, siendo al par que una fiesta religiosa un motivo de entusiasta regocijo popular.
El nacimiento del Niño - Dios, en su fausto aniversario, constituía una de las mayores solemnidades para toda la sociedad, y ofrecía características bien diversas de las actuales
para su celebración.
Terminada la guerra del Paraguay, que había puesto por cinco años un
velo de tristeza sobre la metrópoli argentina, se recomenzó la vida activa
y las Pascuas fueron una vez más las fechas para el desborde de alegrías extraordinarias.
Desde la víspera quedaba suspendido el trabajo y en plena preparación las variadas
ceremonias propias del día.
Las calles ofrecían, al atardecer una inusitada animación, aumentada,
si cabe, por la presencia de grupos que las recorrían al compás de las bandas u orquestas de los centros corales y musicales que ya entonces existían.
Verdaderas «comparsas» seguidas por grupos de gentes y peatones iban llevando el alboroto por los barrios de la ciudad, dirigiéndose hacía la entonces, Plaza de la Victoria, punto obligado de reuniones populares.
Semejantes desfiles continuaban hasta medianoche, interrumpiéndose para la asistencia a las «misas del gallo», pero renovándose luego hasta ya entrado el día.
Los templos abrían sus puertas poco antes de las 12 de la noche, y las compactas multitudes que llenaban los atrios apresurábanse a entrar a cumplir con ese indispensable requisito de las fiestas pascuales.
Eran éstas, como la mayor parte de las fiestas religiosas, esencialmente igualitarias, y a ellas acudían mezcladas desde las altas clases de la sociedad hasta las más humildes.
Se celebraban «misas del gallo» no sólo en los templos centrales,— las que hoy se encuentran dentro del perímetro de la ciudad,sino también en los de extramuros, en cuyos alrededores era común ver cuadros típicos del Buenos Aires antiguo, como el de un jinete que llevaba su mujer a la grupa o el de la señorial carroza de algún potentado a la que daban escolta sirvientes montados.
Una de las principales características de la Navidad, —hoy desaparecida,—eran los pesebres o nacimientos.
Ellos constituían un justo motivo de orgullo para las familias que los poseían, poniendo el mayor empeño en su arreglo.
Los niños, debidamente acompañados, visitaban los «nacimientos» por la noche, y poco después de las 10 regresaban a sus hogares a participar de la ceremonia a que daba lugar la distribución de juguetes del árbol de Navidad.
El contento de las criaturas se reflejaba hondamente en la satisfacción de las personas mayores, máxime cuando en las reuniones se encontraba ocasión de hacer un ameno rato de sociedad.
Se recuerda entre los «nacimientos» de mayor reputación y que eran admirados por toda la población, el que se instalaba el 24 por la tarde en el palacio-quinta Llavallol, de
la Avenida Montes de Oca, toda una maravilla al decir de algunas crónicas de la época.
Ese «pesebre», de enormes enormes dimensiones, ocupaba una gran sala y de su riqueza
se podrá juzgar por el hecho de haber costado a sus dueños miles de pesos en Europa.
Centenares de niños de ambos sexos,—las niñas de obligado traje blanco,— visitaban el «nacimiento» y ante las imágenes de la Virgen-y del Niño-Dios recitaban sus sencillas y armoniosas «loas».
La terminación de las «misas del gallo» volvía a animar las calles de la ciudad y el rumor de las risas y conversaciones en voz alta se unía a los sones musicales de
los grupos de guitarristas que lucían sus habilidades en el clásico instrumento criollo.
En los hogares realizábase después la cena de Navidad, que duraba hasta el aclarar, siendo común que luego se organizaran paseos y cabalgatas.
El saludo tradicional de «Felices Pascuas cambiábase durante todo el tiempo, aún entre gente que no se conocía, perpetuándose así el sentimiento de considerar la Navidad como el día para el exclusivo reinado de la «paz entre los hombres de buena voluntad.»
El pueblo, por su parte, en las horas de la noche se entregaba al baile, tanto en lugares cerrados como al aire libre, y en las cercanías de lo que es hoy plaza del Once recuérdase que era famoso un sitio destinado a la danza, bajo la dirección de un grave bastonero.
Durante el día 25, empleábase la mañana en descansar y en asistir de nuevo a la iglesia, siendo de rigor oir las tres misas reglamentarias de la fecha.
Y por la tarde, sucedíanse diversiones de carácter francamente popular organizadas por las autoridades o por los vecindarios, las que se realizaban en las plazas de la ciudad.
Carreras de sortija en la plaza de las carretas y en Palermo, palo jabonado, aeróbatas blondinescos, muñecos de goma con premios de dinero en una mano y un látigo en la otra para azotar al audaz que pretendiera apoderarse de él, y otras de idéntica naturaleza se desarrollaban desde mediodía hasta la caída de la tarde.
Marcaba el 25 de diciembre la fecha casi obligada para el éxodo veraniego de la gente rica, y veíase, por eso, cruzar por la ciudad largas filas de vehículos que llevaban las familias hacia las afueras.
Y al anochecer, la retirada de las gentes a sus hogares con la satisfacción de haberse divertido a conciencia y honestamente, festejando la Navidad, ponía las últimas notas a esos
cuadros de la ciudad que van alejándose más y más a medida que nos aproximamos al tipo de gran capital moderna.
Hoy, solamente los viejos recuerdan con hondas añoranzas los buenos tiempos de antaño, no lamentando por cierto haberlos vivido, y dibujando en sus labios una extraña sonrisa, mezcla de suave desdén y de tristeza, al comparar con las de ahora las Navidades de hace diez o más lustros...